marzo 14, 2018

La dictadura del fajín ministerial en la vía pública


Adolfo Medrano

A diario vemos automóviles oficiales que interrumpen el tránsito vehicular en perjuicio de los particulares y aunque esto se denuncia a menudo, la cosa sigue igual. Vivimos bajo la intolerancia de funcionarios públicos que deberían servir y no servirse del poder.

¿Por qué estos señores y señoras de fajín decimonónico no lo tienen en claro? Ser ciudadanos –tal su condición– los convierte en miembros activos de un Estado con derechos políticos y sometidos a sus leyes, según la RAE.  

Por una cuestión elemental, ser funcionario público obliga a predicar con el ejemplo. Ello implica algo tan sencillo como esperar la luz roja en un crucero sin molestar con sirenas estresantes y motocicletas con policías –las famosas liebres– que obligan a la gente y a los vehículos a orillarse para que sus “majestades” puedan pasar.

En algunos países nórdicos los ministros viajan en bicicleta, toman el metro y caminan por las calles sin custodia. ¿Por qué no se puede hacer lo mismo en el Perú? ¿Qué privilegios da el poder para actuar de esta manera? Si la excusa es que llevan prisa por su recargada agenda, convendría que se levanten más temprano y organicen sus tiempos mejor.

Lo grave del asunto es que esta mala costumbre incluye también a los titulares de los poderes públicos, de organismos autónomos, jefes militares, policiales y se habría expandido a funcionarios de segundo y tercer nivel que se sienten igualmente empoderados.

Quedan en la memoria las imágenes del 09 de febrero pasado en el distrito de San Borja, Lima, cuando un policía de tránsito impidió avanzar a una ambulancia que llevaba de emergencia a un paciente al hospital, prefiriendo dar el paso a la comitiva oficial de un ministro, ministra o alto funcionario.   

Diera la impresión que nada ha cambiado desde que los viejos criollos tomaron el poder en 1821 y desataron toda su frustración de tres siglos y medio por no detentar el control político y económico en iguales condiciones que los españoles ibéricos.

Cuando asieron el Estado cometieron todas las tropelías que pudieron: se adueñaron de las tierras y minas, condenaron al país a no industrializarse, discriminaron socialmente a la población y ni siquiera supieron defender el territorio nacional en todas las guerras perdidas por falta de planificación y estrategias.

Poder que solo sirvió para perpetuar el modelo primario-exportador que subsiste hasta la fecha y que equilibra la balanza fiscal con la venta de cobre y zinc, razón por la cual seguimos manteniendo esa condición eufemística de ser un país en “vías de desarrollo”.

Usos y costumbres que caracterizan los estilos de vida de la clase política –en la que aparecen castas familiares, cotos de intereses políticos y económicos, así como arribismos diversos– frente a la inmensa población desfavorecida, producto de las políticas de exclusión social y la falta de metas claras por el desarrollo.

Es cierto que mucha agua ha pasado bajo los puentes desde 1821 y ya no podríamos hablar de criollos propiamente dichos, tampoco de terratenientes o barones de las minas, pero sí de grupos políticos y empresariales que siguen las malas costumbres de esa vieja casta social sin entender que el poder es un ejercicio de servicio público.

De ahí que la clase política tenga tan mala fama y su sola mención se relacione con la corrupción y el robo. Y, sí, justos pagan por pecadores en esta crítica, pero no se puede desconocer que también existen minorías responsables interesadas en cambiar el statu quo.

El reflejo de esta situación lleva a la gente a tener una actitud contestaría y rebelde que se expresa en la alta informalidad y la transgresión de las normas.

Entre los protocolos decimonónicos, la asunción a un cargo del gabinete ministerial empieza por la imposición de un fajín que simboliza el poder al momento de juramentar. Quizá el Perú sea uno de los poquísimos países –si no el único– que viste con insignias (yo quisiera decir que disfraza) a sus funcionarios públicos.

Es la herencia de la guachafería criolla, tan fijada en las formas y las apariencias antes que en los contenidos y los hechos. Y si los ministros portan emblemas de su poder, también lo replican congresistas, jueces, fiscales, gobernadores y alcaldes con sus respectivas insignias y bastones de mando.

El distintivo no hace al puesto sino la calidad del servicio que deben prestar, comenzando por la actitud personal. Empero, por lo que vemos a diario, parecería que no lo tienen muy en claro. Ojalá y lo tomen en cuenta.  

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