En la educación hay tanto por hacer que la palabra reforma
resulta inmensa si descubrimos que lo hecho en el nivel básico regular y
superior responde a un gran esfuerzo que no se desconoce, pero cuya misión peca
de burocrática en cuanto a procesos y estándares de calidad que no siempre caminan
de la mano con la realidad.
Si bien el Currículo Nacional de la Educación Básica incentiva un modelo constructivista al promover un total de 29 competencias con sus respectivas capacidades, estándares de aprendizaje y desempeño, el gran problema radica en la estructura de la malla curricular.
Ya sabemos que de unos años a esta parte, la educación
básica regular abandonó el sistema de asignaturas con nombre propio para
estudiar bajo una serie de bloques temáticos que poco contribuyen a una
formación adecuada de los alumnos. En innumerables casos, se termina la
secundaria sin tener muy en claro la historia del Perú, las corrientes
filosóficas, las operaciones matemáticas, la noción de ciudadanía o asuntos tan
elementales como una buena ortografía.
En cambio la asignatura Educación Religiosa parecería ser
más importante que la Historia del Perú pues esta última no aparece con nombre
propio, mientras a la primera se le destina tiempo, recursos y procesos en un
tema que siendo confesional debería ser solo un referente dentro de Tutoría o
Educación Cívica.
El ministro de Educación, Idel Vexler, un excelente maestro
que conoce el tema mejor que nadie, tendrá el reto de adecuar el sistema
educativo al desarrollo socioeconómico del país, lo que implica preparar a los
alumnos para la investigación, el emprendimiento y el manejo de las tecnologías
de la información.
Para llegar a ese escenario es importante hacer un alto
y replantearse metas sin la necesidad de volver a cero. Es hora de modificar el
Currículo Nacional para que la educación se imparta de nuevo con asignaturas de
nombre propio y permita que la formación de los maestros por especialidades tenga
un correlato con su desempeño en aula.
Demás está reiterar que la pirámide educativa está mal
construida porque el colegio no acaba con el bachillerato. A diferencia de lo
que ocurre en el resto del mundo, donde es requisito ser bachiller para
ingresar a la universidad, en el Perú este grado se obtiene al final de los 10
ciclos de estudio superior y no tiene un sentido práctico.
Si bien el bachillerato internacional existe en no menos de 30 colegios del país -entre los que se incluyen algunos públicos y se reconoce
que la cifra ha aumentado en los últimos años–, el formato sigue siendo elitista
y no se condice con las políticas de inclusión social que deberían primar en el
país.
En cuanto a la Ley Universitaria, el tiempo ha demostrado
que la reforma no sufrió interferencias políticas y continúa a pesar de todo el
ruido mediático.
Por el contrario, en lo que refiere al licenciamiento, la Sunedu obliga a las universidades a
acatar una serie de acciones cuasi manu militari, las cuales van desde la mejora de la infraestructura física, el alineamiento de procesos y
normas institucionales, así como la tendencia a uniformizar las sesiones de
aprendizaje.
Esto último parecería poner un corsé al formato de las
clases. Dice parte del artículo 18 de la Constitución que “el Estado garantiza
la libertad de cátedra y rechaza la intolerancia”. Sería bueno que los procesos
permitan a las universidades trabajar con lineamientos que se adapten a la
realidad y no al revés.
Los cambios en la educación pasan por una reforma
constitucional que permita reconstruir la estructura del sistema curricular y
se entienda que solo investigando desde el bachillerato previo a la
universidad, se incentivará la creatividad y se promoverá la industrialización que
tanto anhelamos.
No se trata de hacer leña al esfuerzo y la inversión de
recursos públicos destinados a buscar procesos adecuados, pero tampoco se puede
dejar de formular observaciones cuando la direccionalidad con que se trabaja no
conduce a mejores escenarios.
Aunque deba darse un paso atrás para luego avanzar dos hacia
adelante, los cambios traerán beneficios. Hay que pensar en los jóvenes que
estarán al frente del país en la segunda mitad de esta centuria. De ellos
dependerá que el Perú sea parte del nuevo G20 de ese tiempo.
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