Nuevas denuncias ponen entre la espada y la pared al expresidente Ollanta Humala y a su esposa Nadine Heredia por el delito de lavado de activos que investiga la fiscalía, lo que invita a reflexionar sobre la conciencia ética en el ejercicio de la función pública.
Los tres millones de dólares que habrían recibido de la empresa brasileña Odebrecht el 2011 y otros 87 mil dólares provenientes de Venezuela en el 2005 cuyo destino y transferencias falta esclarecer, revelan –de probarse estos hechos– la trama de corrupción, la cuestionable actitud cívica y la falta de transparencia en su actividad partidaria y gubernamental.
Si bien la palabra política y sobre todo los políticos se
asocian con el fenómeno de la corrupción, esto es el resultado de la percepción
ciudadana y de los medios frente a los malos manejos de ciertas autoridades en el ejercicio de sus funciones.
Política es el arte de gobernar, pero –al parecer– para
algunos implica el arte de robar y enriquecerse. El problema de la corrupción
es transversal a todos los niveles de gobierno y diera la impresión que se
convierte en un mal endémico sin importar las normas morales que guían la
conducta de los ciudadanos en cualquier contexto.
Esto pone de nuevo sobre el tapete el tema de la
educación y los valores que se inculcan desde el hogar.
Vayamos por partes. Vivimos en una sociedad que se nutre de
la informalidad. Lo que pudo ser al inicio un asunto de sobrevivencia por
carencia de oportunidades, es ahora una pauta de comportamiento masiva aunque
no total. Hay ciudadanos que actúan como quieren sin respetar las disposiciones,
habiéndose perdido inclusive los protocolos básicos de comunicación.
Casi nadie saluda, pocas veces se piden las cosas por favor,
se interpretan las normas a la medida de cada quien, la gente bota basura en la
calle, muchos bostezan en público sin taparse la boca, la agresión verbal es
moneda corriente, se toma alcohol en la vía pública, se roba señal de internet
y de televisión por cable, la delincuencia urbana aumenta y todo esto es el
reflejo de lo que pasa en nuestros hogares.
En muchos casos, los padres de familia no llegan a darse
cuenta de esta situación y la promueven de manera inconsciente cuando desarrollan
sus vidas cotidianas, mientras los niños –los nuevos ciudadanos– imitan y
reproducen. Al llegar a la escuela,
aprenden a escribir y leer, pero tienen un molde preestablecido de
comportamiento social que será difícil de cambiar.
Si a eso sumamos que el currículo nacional de la educación
ha fragmentado el conocimiento en bloques amorfos, tenemos que su formación
será deficiente y no van a aprender gran cosa. Por ejemplo, nada de filosofía,
poco de historia y una mezcla de cursos de ciencias y de una educación cívica
que no siempre parece estar bien enfocada.
Nos enfrentarnos a una
circunstancia que se desborda por donde se la mire. De ahí que existan algunos
actores sociales propensos a corromperse con facilidad cuando acceden a cargos
públicos. Tenemos una endeble formación ciudadana porque no entendemos a
cabalidad la existencia de un orden social que proviene de los deberes y
derechos de las personas.
La visión vargasllosiana de la novela “Conversación en la
Catedral” publicada en 1969, resulta recurrente cuando se reflexionan estos temas.
La famosa interrogante “¿en qué momento se había jodido el Perú?” es descarnada
y real aunque tardía.
Ya nuestro emblemático pensador anarquista y también poeta,
Manuel González Prada sentenció en 1894: “Hoy el Perú es un organismo enfermo;
donde se pone el dedo, salta la pus” y no sería el único. Siempre se comenta
que esa misma razón empujó a Simón Bolivar a decretar la pena capital contra
los corruptos en 1824 y, quizá, ante el brote incontrolable optó por irse
del país para siempre.
Y aún el asunto viene de más atrás. Si recordamos las
sentencias incas: ama sua, ama llulla y ama quella –no seas ladrón, no seas
mentiroso y no seas flojo– entonces deberíamos cuestionarnos la esencia misma de
los yerros de nuestra cultura.
Pero sería injusto pensar que todos los peruanos son corruptos.
No todo está perdido. También hay buenos ciudadanos y son ellos quienes habrán
de marcar la diferencia. Empezamos el siglo XXI y hay que hacerlo sobre bases
sólidas.
Que los casos de corrupción se investiguen
desapasionadamente y las sentencias que se dicten sean el reflejo de los hechos
demostrados. Así sea.
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