Adolfo Medrano
La informalidad, ese monstruo que desgobierna a algunos
peruanos, vuelve a hacer de las suyas y evidencia la poca convicción por
construir institucionalidad en un país donde los egos llevan al transfuguismo.
Alguien que siendo letrado no puede someterse a un proceso
disciplinario, evidencia la poca convicción de sus credenciales profesionales y
el afán de figuración sin cuestionamientos, lo que implica un exceso
de autoestima. Lejos de pensar que se convierte en un paria, su condición pone
al tránsfuga en la vitrina de los clásicos oportunistas.
¿Qué nos pasó para creernos rancheros y que nuestra “palabra
es la ley”?
Qué fácil resulta patear el tablero e irse. Aquí no caben simpatías
o antipatías políticas. Analizamos el transfuguismo como consecuencia de una
cultura de informalidad que corroe a algunos sectores de la sociedad peruana.
Cuando se habla de los problemas que nos afectan se echa la
culpa de todo cuanto pasa a la educación, pero olvidamos que esta cadena de
situaciones tiene su correlato en los hogares por el poco interés o distracción
en promover valores y actitudes en nuestras familias.
Desde que José Matos Mar y otros investigadores sociales
analizaron las consecuencias que tuvo el desborde popular de las migraciones a
finales de la década de 1960, se corroboró que el Estado –concebido por los
criollos para una vida urbana elitista- se vio obligado a modificar normas,
patrones y estilos de comportamiento con la idea de que los nuevos citadinos
pudieran surgir y prosperar.
Como resultado de esa presión social el sincretismo cultural
enriqueció aún más nuestra esencia nacional y ha permitido, por ejemplo, el
surgimiento de la pequeña y mediana empresa, motor pujante de la economía, así
como la revalorización de nuestras costumbres y tradiciones, aunque también
alimentó un espíritu contestatario –malentendido en algunos casos- de hacer
las cosas tal como se nos dé la gana.
Y eso se refleja en la política y la sociedad civil con su correlato de impuntualidad, logomaquia, carencia de habilidades
sociales, plagio, corrupción y contrabando, entre otros.
Por distracción o capricho insistimos en hacer como
queremos: hablamos por teléfono celular cuando conducimos el automóvil, nos
pasamos la luz roja sin bochorno, cruzamos las pistas en cualquier punto, copiamos
textos ajenos, evadimos los impuestos, cambiamos de color político por
conveniencia, somos agresivos en el trato social, irreverentes con la
autoridad, pocas veces saludamos, bostezamos sin taparnos la
boca, exhibimos una cultura general pobre, invadimos las redes sociales con
faltas ortográficas y, por su fuera poco, nos creemos el ombligo del mundo.
Si esas son algunas de nuestras características, el transfuguismo
puede entenderse mejor y es tiempo de enmendar rumbos. De ahí que la iniciativa
legislativa que analiza un proyecto de ley para evitar dicho fenómeno resulte
interesante.
Sin principios deontológicos, los políticos podrían seguir
migrando a su gusto. Es un asunto que debería preocuparnos por respeto a los electores, de ahí que sea urgente promover normas que impidan una coladera, así como fortalecer
capacidades para tener una vida ciudadana más armónica. Ojalá haya consenso
para ello.
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