La corrupción es una palabra que a fuerza de las denuncias conforma
nuestra cotidianidad y cuando nos referimos a ella hay quienes piensan en políticos,
policías, funcionarios públicos y representantes de empresas transnacionales, pero
¿debemos mirar a este fenómeno en función de un solo protagonista?
Lo que a muchos cuesta reconocer es que la corrupción
involucra siempre a dos actores sociales con iguales niveles de responsabilidad:
el que corrompe y el que se deja corromper.
El ejemplo más simple –partiendo de un supuesto– es cuando
el policía detiene a un conductor por pasarse una luz roja o usar su teléfono
celular mientras conduce y éste, viéndose en esa encrucijada, pregunta: “jefe, disculpe,
¿cómo podemos arreglar?”. Es un clásico comportamiento social.
¿Quién propició la corrupción? La pregunta se cae de madura.
En algunos casos es el propio conductor y esto no exonera, por supuesto, al policía. En resumidas cuentas, ambos son
corruptos, pero la gente de a pie no se reconoce a sí misma en un
comportamiento ilegal.
También se da el caso, según diversas denuncias públicas,
cuando el policía es quien promueve el ilícito. En este escenario (supuesto) ambos siguen
siendo corruptos porque el conductor optará por el soborno antes de recibir
una infracción o denunciar el hecho.
Hay personas a quienes les cuesta respetar el orden social. Creen
que puede obrar a su libre albedrío. Sabemos bien que no debemos hablar por
teléfono cuando manejamos un vehículo motorizado, pero casi siempre se hace; los conductores del servicio de transporte público recogen
gente donde les viene en gana y no en los paraderos autorizados, además cobran
el pasaje a su antojo.
Tenemos
en claro que preservar la limpieza pública es fundamental y muchos siguen aventando botellas de plástico, restos de comida y basura en las
calles. Si alguien se los reprocha, se da el caso de personas que se
tornan agresivas y llegan a los golpes. No nos gustan las disposiciones legales
y buscamos la manera de sacarles la vuelta.
Debemos cumplir con una hora pactada para iniciar nuestro
trabajo o ingresar a clases, no obstante llegamos tarde con cierta frecuencia y
le echamos la culpa al congestionamiento vehicular. Tenemos un tiempo para el
refrigerio y nos tomamos varios minutos de más. Hay que entregar una actividad
laboral o académica en una fecha y nos sobran excusas para hacerlo de manera
extemporánea.
Faltamos al trabajo o a clases y nos agenciamos un certificado
médico que justifica –en algunos casos– una enfermedad inexistente.
Todo lo anterior también es corrupción. Cuando se habla del
tema vemos la paja en el ojo ajeno y no en el propio.
Pero no generalicemos. En la sociedad existen
sectores responsables que rigen sus actos públicos y privados al amparo de la
ley, las buenas costumbres y la solidaridad. Es decir los que son puntuales, respetuosos de las disposiciones, cumplen
con el fisco, no agreden con ruidos molestos a sus vecinos y son, en general,
buenos ciudadanos.
Es cierto que la condición humana hace que seamos subjetivos
y no tengamos una misma lectura de los hechos.
Quizá por eso algunas personas consideren que obran bien cuando están
infringiendo una norma.
Formulo estas reflexiones porque cuando hablamos de
corrupción, se percibe una tendencia a creer que solo los políticos o las grandes
empresas tienen conductas dolosas. La verdad es que no hay distinciones si se
obra mal.
Habrá quienes dirán que no es lo mismo pasarse una luz roja que
robar millones de soles al Estado. Quizá en el equivalente monetario haya
diferencias, pero en ambos casos se infringen las reglas. Porque corrupción, no
lo olvidemos viene de corromper, lo que significa, stricto sensu, alterar y
trastrocar la forma de algo, echar a perder, depravar, dañar o pudrir algo, sobornar
a alguien con dádivas o de otra manera, pervertir a alguien, hacer que algo se
deteriore (Rae, 2017).
Modificar hábitos y costumbres es un fenómeno complicado.
Dicen que todo empieza en los hogares, donde las personas se forman en valores
y actitudes. De ahí que unos de los retos de la comunicación para el desarrollo
–una de las escuelas de la comunicación social– sea promover estrategias que
permitan los cambios de las personas a mediano y largo plazo con el
fortalecimiento de sus capacidades.
No es una tarea fácil y constituye un reto, pero algunas veces los gobiernos no lo toman tan en cuenta. Por eso hacemos énfasis en
la importancia de promover una verdadera reforma educativa, tarea inmensa y
monumental que de momento no tiene metas claras, solo caminos y compromisos de
corto plazo por la presión de los resultados.
Si surge en nuestra mente la vieja sentencia de que el árbol
que crece torcido ya no se endereza, quizá estemos sintiéndonos derrotados
antes de iniciar la pelea.
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