Adolfo Medrano
En los previos a la segunda vuelta electoral, los candidatos
no cuestionan el modelo neoliberal que rige al Perú desde 1993 -pues ambos lo suscriben-, por el contrario discuten sobre qué medidas
económicas priorizar.
Si hubiera alguna diferencia esta radicaría quizá en los estilos
y usos de las formas democráticas. Fuera de eso ambos aspirantes son cortados
por la misma tijera.
Desde la Constitución Política de 1993, el modelo económico se
mantiene. Han pasado cinco administraciones (Fujimori, Paniagua, Toledo, García
y Humala) y nada ha cambiado, salvo –claro está- el discurso. Los mandatarios –menos
el de ascendencia japonesa- han ofrecido una serie de reformas (retorno al
bicameralismo, derechos laborales, respeto al patrimonio energético, desaparición
de los services, etc.) y no han podido implementarlas. El sistema los ata de
manos apenas se posan sobre el sillón presidencial.
Cómo no recordar en 2011, por ejemplo, el juramento del presidente
Ollanta Humala por la Constitución de 1979, gesto que muchos interpretaron como
el regreso a la anterior carta magna, pero que al final quedó en nada.
El modelo busca poner al país en la vitrina de los grandes
inversionistas, interesados sobre todo en la exportación de materias primas, la
penetración del mercado vía consorcios agroindustriales, comerciales y de
servicios. En ese contexto, el movimiento de capitales y la absorción de
empresas nacionales por otras transnacionales son indicadores de “prosperidad”.
Este hecho favorece solo a una inversión convertida en
invasión pues afecta nuestra integridad nacional. Los grandes capitales trabajan
muy a gusto en un contexto en el que la flexibilización laboral equivale a no asumir
obligaciones con los trabajadores.
El neoliberalismo se sustenta en las líneas matrices del Consenso
de Washington cuyo objetivo apunta a que el mercado fluya sin controles bajo el
fiel de la balanza, es decir la oferta y la demanda, mientras los indicadores
macroeconómicos siguen en azul sin importar cómo lo logran.
Este modelo se impuso tras la caída del muro de Berlín en
1989 y se erigió como una alternativa ante la incapacidad de los gobernantes tercermundistas
de manejar la crisis económica de la época.
Los países más afectados fueron los que jamás atravesaron
procesos de revolución industrial, tal el caso peruano, cuya característica
ha sido la dependencia de su destino a la exportación de materias primas,
esquema que venimos repitiendo desde la colonia y nos tiene amarrados sin
producir –siquiera- una aguja, menos aún un chip de teléfono.
Empero sería mezquino decir que todo es malo. En el
propósito de incentivar el mercado se promociona el crédito y esto ha permitido
que algunas personas accedan a la propiedad, se renueve el parque automotor, surjan
las mypes y se modernice la infraestructura económica y social del país. Solo
aquellos que no se saben manejar en la estructura de pago de los préstamos caen
en las garras de los bancos que, cual boas constrictoras, los estrangulan hasta
dejarlos sin patrimonio y honra.
Visto así, la elección de junio de 2016 se presenta
complicada. No hay mayor opción pues el modelo es el mismo. Es probable que el
porcentaje de votos blancos y nulos refleje esta frustración.
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